'La fuerza de lo sencillo'
“Atención, pasajeros del vuelo IB372 con destino a Bangkok. Embarquen de inmediato por la puerta C24, gracias.” Con estas palabras, la voz metálica de la megafonía del aeropuerto marcaba el inicio de un viaje que, sin saberlo aún, ampliaría nuestra visión del mundo. Era 17 de julio cuando partimos hacia Tailandia, un país de sonrisas infinitas, contrastes y aprendizajes inesperados, donde pasaríamos tres intensas semanas de voluntariado.

Nuestro destino final no era la vibrante Bangkok, sino Udon Thani, una ciudad del noreste del país con algo más de 130.000 habitantes, donde predominan las casas bajas, los mercados nocturnos y el incesante ir y venir de motos y coches. Una ciudad que deslumbra por la autenticidad de lo cotidiano: la fruta de colores intensos en los puestos callejeros, la vegetación tropical que se adueña de cada rincón y, sobre todo, la calidez de su gente.
En julio, la temporada de lluvias marca el ritmo. El termómetro ronda los 30 grados, el aire es húmedo y espeso, y cada chaparrón trae consigo el olor inconfundible de la tierra mojada. Tras la tormenta, el sol regresa con fuerza, iluminando el asfalto aún brillante y, a veces, dibujando arcoíris que parecen tender puentes sobre los arrozales cercanos. En medio de ese paisaje cambiante, donde sol y lluvia se alternaban como viejos compañeros, comenzó nuestra verdadera aventura.
Las mañanas las pasábamos en una escuela cercana a la misión, donde impartíamos clases de inglés a niños y niñas de Educación Infantil y primeros cursos de Primaria. Sus ojos curiosos nos recibían como si cada clase fuese una celebración: juegos, canciones y nuevas palabras que balbuceaban con entusiasmo, aunque a veces la timidez les ganara la partida. Aquellos momentos se llenaban de risas espontáneas, de miradas que decían más que cualquier frase y de una energía que nos recordaba por qué habíamos viajado tan lejos.

Al regresar a la casa, el tiempo parecía detenerse. Tocaba preparar la comida o compartir mesa con las hermanas, que, con su calma y su cariño, nos enseñaban que respetar la cultura local también es una forma de amar. Entre comidas sencillas y conversaciones tranquilas comprendimos que la convivencia se construye con gestos pequeños como un “gracias”, una sonrisa o un silencio compartido. Después llegaba un breve descanso, necesario para reponer fuerzas antes de que la casa volviera a llenarse de voces y movimiento.
Las tardes eran, quizá, el momento más humano de la jornada. Acompañábamos a las chicas en su merienda, en los juegos y en las horas de estudio. Poco a poco, entre cuadernos, risas y confidencias, nació una complicidad que iba más allá del idioma. Y cuando la noche caía, después de cenar, nos reuníamos de nuevo para las clases de inglés. Eran sesiones modestas, llenas de paciencia y esfuerzo, en las que cada avance se transformaba en orgullo compartido. Así terminaba cada día: con la sensación de haber dado y recibido algo que no cabe en los libros, pero sí en la memoria.

Al final, aquellas tres semanas fueron mucho más que un voluntariado. Fueron una lección sobre la fuerza de lo sencillo, sobre la capacidad de sonreír incluso cuando faltan las palabras, sobre lo mucho que se puede compartir más allá de las diferencias culturales o del idioma.
Cada persona que conocimos dejó en nosotras una huella. Lo que dimos quizá fue pequeño, pero lo que recibimos fue inmenso. Udon Thani no solo nos abrió sus puertas, nos abrió el corazón de su gente. Y eso cambió para siempre la manera en que miramos el mundo.
Sara Aguirre e Iratxe Moro

