Cada uno de mis días en la India era una aventura

María, una voluntaria de Acción Verapaz, viajó este verano a un internado de niñas en India. Ésta es la crónica de su experiencia:

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Volé a Bombay el 10 de julio, pasé los tres primeros días allí, alojada en la comunidad de tres hermanas Dominicas, y el día 13 llegué a mi destino final: el internado de Kawant, una zona tribal del estado de Gujarat. Después de 6 horas de viaje en un tren nocturno y otras 3 en jeep por carreteras llenas de baches, estaba adormilada y agotada, pero todo eso desapareció en cuanto ví a dos niñas abriéndonos la puerta ya las otras 129 perfectamente colocadas en filas. Al bajarme del coche, empezaron a cantar y, como no podía ser de otro modo, empecé a llorar como una magdalena sin poder contener la emoción. También me pusieron un collar de flores y el puntito típico indio que llevan en el entrecejo, al que llaman de muy diversas maneras, entre otras “tiko”, “tilo”, “chandlo” … Después de esa calurosa bienvenida, todo indicaba que iba a ser una experiencia increíble. Conocí a las cuatro hermanas de la comunidad y me instalé en mi habitación, mi pequeño espacio personal que sería refugio de reflexiones, dudas, lloros, lectura, etc.

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Los primeros días me encontraba bastante desubicada. No sabía hacer casi nada sola, la comunicación era muy difícil y no sentía que fuera útil. Al principio, el choque cultural es muy fuerte (¡y el climático también, qué calor!), y para explicarlo pondré un ejemplo: “Pensaba que sería muy sencillo explicar a las niñas juegos como el pañuelo o balón prisionero, pero resultó más complicado de lo que parecía. Además de que no me entendían, les aburrían los juegos tan ordenados, con tantas normas. Estaban acostumbradas a otro tipo de juegos”. Además, los primeros días todo el mundo estaba pendiente de mí, de lo que “didi” hacía, y no les quería fallar… pero, como era de esperar, la adaptación era cuestión de tiempo y, poco a poco, fuimos creando nuestro propio lenguaje (signos, sonrisas, bromas, palabras en gujarati, en inglés, en español…). No sólo llegamos a entendernos a la perfección, sino que nos reíamos sin parar y éramos inseparables. Por cierto, os preguntaréis qué es “didi”. Así era como me llamaban las niñas, y significa “hermana mayor” en hindi. Me encantaba que me llamaran así, me resultaba muy cariñoso y me hacían reír cuando todas gritaban a la vez “¡Didi, Didi, Didi!”.

Con el paso de los días, comprendí que era casi imposible tener una tarea muy concreta y saber realizarla adecuadamente si no entiendes ni el idioma ni el funcionamiento del proyecto, así que yo les acompañaba a todo, observaba y aprendía. Cuántas y cuántas veces me acordé de la frase que nos repitieron constantemente en el curso de voluntariado “Ver, oír y callar”. A pesar de que todos los días en el internado eran parecidos, cada noche me iba a la cama con la sensación de que esa gente me había enseñado infinidad de cosas: sus gestos, sus sonrisas, su ayuda, su predisposición me hacían pensar mucho. Eran lecciones de vida.

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Por las mañanas, tenía una hora de clase con las niñas más pequeñas. Hacíamos manualidades, pintábamos, bailábamos. Y antes de que se fueran al colegio, les vigilaba mientras se duchaban y comían. Me llamaba muchísimo la atención cómo unas niñas tan pequeñitas eran capaces de cargar con su cubo lleno de agua para ducharse, lavar la ropa a mano, tenderla, vestirse, servirse la comida… Aun así, mi presencia no estaba de más, pues tenía que perseguirlas a todas horas para que cerraran los grifos. Para ellas era muy divertido ver cómo corría el agua, ya que en sus casas eso no ocurría, y eran demasiado pequeñas como para entender que el agua era un bien escaso en su región.

A las 13:30 h. llegaban las mayores (de 10 a 15 años), comían, y realizaban la tarea que se les hubiera asignado para la hora de trabajo. Entre ellas estaba barrer, fregar, arreglar el jardín, hacer chpati (pan típico de allí), cortar ajos… en las que yo también colaboraba. Durante el tiempo de estudio, yo hacía todo lo posible para que estuvieran en silencio, pero no era una tarea sencilla. Cuando volvían las pequeñas, jugábamos en el patio y más tarde, rezábamos. Era uno de mis momentos favoritos, porque además de que me resultaba muy emotivo escucharles cantar, era el único rato del día en que nos juntábamos todas y al terminar corrían hacia mí agolpándose para darme la mano y preguntarme si ya me sabía sus nombres.

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Aparte del internado, esta comunidad Dominica también se ocupaba de una pequeña enfermería que proporcionaba medicamentos tanto a gente de los pueblos a precios mínimos, como a las niñas. Las enfermedades más comunes eran la tuberculosis y diferentes infecciones en la piel causadas por la falta de ventilación en las casas. El acceso a una buena sanidad en la India es excesivamente caro, y no sólo eso, si no que muchas veces también es difícil concienciar a la gente de que debe ir al doctor y tomarse los medicamentos.

En varias ocasiones también tuve la oportunidad de ver el tercer proyecto de cooperación del que se ocupan estas hermanas: grupos de ahorro de mujeres en las aldeas. Consistía en juntar a unas 10-15 mujeres para que abrieran una cuenta de ahorro común y así aprendan a ir ellas mismas al banco y se comprometan a poner una pequeña cantidad de dinero al mes. De este modo, se les inculca el valor del ahorro, que les permitirá mejorar su calidad de vida. Las hermanas iban de vez en cuando para comprobar que el grupo seguía en pie y que todas ellas cumplían con lo acordado. Para mí, esas salidas también suponían, por una parte, conocer la India más rural, entrar por primera vez encasas de barro en las que convivían el ganado y toda la familia, ver a la gente trabajando en el campo con arados de bueyes o ver a todos ataviados con los trajes tribales típicos… Por otra parte, me hacía más consciente de las carencias de esta gente: muchos temían quedarse sin acceso a agua en los próximos meses, los niños no iban al colegio porque tenían que trabajaren el campo, el índice de analfabetismo era altísimo.

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Cada uno de mis días en la India era una aventura. Siempre había algo que me sorprendía y que me hacía pensar que estaba descubriendo un país increíble, lleno de contrastes y con una gente admirable: desde ver monos peleándose en el patio del internado o elefantes andando por la carretera en Ahmedabad, hasta observar en el tren de Bombay cómo una mujer musulmana sentaba en sus piernas a un niño hindú y la madre la sonreía, o querer comerme a besos a mis niñas cuando me decían mil veces al día: “Didi, beautiful”. Antes de irme había oído mil veces frases como: “Te dan más de lo que tú les das” o “Los que menos tienen son los que más dan” y para alguien que no haya vivido una experiencia así, puede que suene a tópico, pero después de lo que he experimentado en primera persona, puedo asegurar que no lo es. Se desvivían por darme de todo en cuanto llegaba a alguna casa, y no les podía decir que algo me gustaba porque inmediatamente me lo daban sin dudarlo.

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Para finalizar, me gustaría resaltar el buen trabajo que están realizando las tres comunidades de hermanas Dominicas que he visitado. Se desviven por dar dignidad a los más pobres y por intentar reducir las desigualdades brutales de este país. En Kawant, pude comprobar día tras día, que gracias a las religiosas, las niñas están recibiendo una educación de calidad que les servirá para el resto de sus vidas. También quiero dar las gracias a los organizadores del curso de formación y a Acción Verapaz por el gran esfuerzo que han hecho para que yo haya podido disfrutar de una experiencia tan enriquecedora y por la confianza que han depositado en mí. Y cómo no, también a mi familia, porque sin ellos esto no habría sido posible.